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Francisco Coloane, Témpano sumergido, del libro Tierra del Fuego.
Un hombre de guardapolvo gris salió de la garita del muelle y acercándose me dijo:
-¿Quiere usted ir a trabajar a Navarino?
-¿Navarino?… -le respondí, tratando de recordar.
-¡Sí, Navarino! -me dijo-. La isla grande que queda al sur del canal Beagle. Allí se necesita una persona que pueda hacer de todo un poco.
La proposición me tomó en uno de esos días en que uno puede zarpar hacia cualquier parte y en un momento en que vagaba por los malecones como separado de mí mismo, cual esos retazos de nube que quedan flotando sobre la tierra después de alguna tempestad y que se van con el primer viento que llega.
Algo como una tempestad de la que quedaba aún en mi mente la imagen de una mujer y una gota de sombra en mi corazón, que se repartía de tarde en tarde por mi sangre.
Sin embargo, cuando firmé el contrato, no sentí la alegría de otras veces en que fijé mi vida en algo. Libre y cesante, tal vez perdía alguna cosa al abandonar ese limbo de la ociosidad y penetrar, no bien despierto, en esa obscura finalidad que me hizo aceptar el ofrecimiento de Navarino.
El muelle de Punta Arenas, tapizado de nieve, penetraba como una sombra blanca en el mar y en la noche. A su costado, la escampavía Micalvi, humeante sólo esperaba, para desabracar, el embarque de una expedición de buscadores de oro que iban a las islas Lennox y Picton. El chirrido de los winches lascando las eslingas se mezclaba a las voces de los hombres, entre los que se notaban varios borrachos que, más sabios que yo, pasaban de una vida a otra con una viada alcohólica.
Tres individuos dirigían el embarque de maquinarias y víveres, y sus flamantes ropas de cuero y el embarazo con que ordenaban las maniobras delataban su inexperiencia de hombres de ciudad, poco acostumbrados a esa clase de faenas. Sus voces eran altisonantes, nerviosas y apresuradas, y de la treintena de obreros se escapaban más de una imprecación por lo bajo, al ver la inseguridad y vacilación de aquellos jefes.
Los marineros contemplaban con cierta indiferencia el bullicioso embarque de los auríferos, y más de alguno sonreía al recordar otras expediciones que habían visto partir con tantas esperanzas como ésta, pero mucho mejor organizadas, y regresar después diezmadas, pobres y corroídas por el hambre, el amotinamiento y la codicia por la posesión de ese metal.
A las nueve, el barco lanzó su tercer pitazo de reglamento, largó espías y fue despegándose lentamente del muelle a medida que viraba sus anclas, y puso proa al suroeste. Pronto la ciudad fue perdiéndose como una diadema de brillantes en las márgenes del Estrecho.
A bordo iban, además de los bulliciosos auríferos que no terminaban nunca de arreglar sus enseres, pobladores de las islas y leñadores que la escampavía debía ir dejando por los más apartados y solitarios rincones.
Me acodé sobre la baranda en un rincón de la cubierta y me puse a silbar una melodía que a menudo trae a mi memoria recuerdos agradables, sensaciones, colores, cosas que son como las luces de bengala que se encendían en las noches de Navidad en mi lejana infancia.
El barco avanzaba como un monstruo plomizo, pesado, abriendo una herida blanca en el mar y un halo esfumado en la noche; el jadeo monocorde de sus máquinas acompasaba con mi canción, y así, unidos, parecía que nos íbamos hundiendo entre los obscuros elementos del sur.
Alrededor de la medianoche, el sueño empezó a rozarme con su ala de cuervo. A lo mejor no había hecho otra cosa que esperarlo sobre cubierta para evitar el estar despierto en el desagradable recinto de la tercera clase. No lo dejé pasar y me deslicé por el entrepuente.
La tercera clase es igual en todas partes, en la tierra como en el mar, y los seres que pertenecemos a ella también somos iguales. Todos formamos una especie de frontera de la humanidad; eso que es como la costra de la tierra, la que se queda afuera, sobresalida, recibiendo en la superficie el roce de la intemperie, el hálito de los astros, mientras la bola opaca rueda y rueda para sostenerse en la noche de los abismos.
La tercera clase de la Micalvi confirmaba la regla. Instalada en la parte superior de la bodega de proa, parecía una sala de cárcel con sus catres de fierro armados unos sobre otros; tal vez este parecido trajo a mi memoria la enseñanza que en una ocasión me proporcionó un preso: puse el jergón de paja sobre mi cuerpo a manera de frazada, en vez de usarlo de colchón, y me tendí a dormir.
Al día siguiente amanecimos por los canales que bajan hasta conectarse con el brazo noroeste del Beagle. La atmósfera era una de las más transparentes que he hallado en mi vida. Los cerros entre los que navegábamos semejaban manadas de monstruos marinos echados sobre las aguas, de dorsos blancos, alisado por el peine de los vientos. El canal se rompía en un trecho y por él entraba el océano Pacífico aún, con sus mares bobas, que pasaban meciendo a la nave de babor a estribor, para ir a reventarse entre los acantilados de la costa en un rosal de espumas.
Los buscadores de oro deambulaban por el castillo, más tranquilos y silenciosos. Algunos pobladores ricos, con sus mujeres e hijas, alternaban en el puente con los oficiales. En los pasillos, gente anónima y obscura; por entre ésta me deslicé cuando se me pasó el deslumbramiento de luz, y me fui a acomodar en la popa, cerca de un grupo de cuatro personas, entre las que se destacaba un hombre gigantesco, de cabeza grande y cuadrada, cuyos ojos y labios no se distinguían, perdidos entre una maraña de pelos. Según supe después, era uno de los más ricos ganaderos del Beagle, un yugoslavo que prefería la compañía de los obreros la de los oficiales.
El grupo permanecía en actitud de conversar, pero estático y en silencio. Después de un largo rato, el inmenso yugoslavo levantó un brazo con la pesantez de una grúa, y señalando las rocas que quedaban a la cuadra, dijo con una voz muy ronca:
-¡En esa piedra estuve una vez ocho días!
La voz era de trueno, pero el acento balbuciente y la pronunciación prolongaba las “s” y las convertía en “ch”, como la media lengua de un niño de pocos años. Todo lo cual daba una impresión, más que cómica, extraña.
-¡Casi me muero; comía veinte porotos crudos por día! -continuó-. ¡Por ahí adentro hay indios, pero ni uno solo se asomó!
Y no dijo más. El grupo no hizo un solo comentario, dejó de mirar las rocas y todos volvieron a su actitud hierática.
Contrastando con esta sobriedad, un hombre de mediana estatura, moreno y enjuto, vociferaba en el puente discutiendo con un oficial.
-¡Porco, madonna! -gritaba con una mezcla de italiano y español-. ¡A vosotros qué interesare, pasaje, cobra chipe! Io me arregla solo, Io no más soportare tuto lo que viniere! ¡Porco, madonna!
El oficial conservaba una calma imperturbable, mientras su interlocutor gesticulaba como si fuera a atacarlo. Éste era un conocido cazador de lobos, Pascualini, de origen napolitano, famoso en la región por sus correrías y sobre todo por haber raptado del presidio de Ushuaia a Radowisky, el anarquista que “mató” al coronel Falcón en Buenos Aires. Protestaba porque no accedían a desembarcarlo en el lugar por el que surcábamos.
Mas convenció al oficial y el barco disminuyó su andar; con las máquinas sobre marcha, Pascualini arrió su chalana de no más de cuatro metros de eslora, embarcó un saquillo con víveres, amarró uno de los remos en el banco del medio a modo de palo mayor, izó de vela una frazada amarrada a una verga hecha de un mango de escobillón, puso el otro remo de bayona, se sentó junto a él y con un “adío” estentóreo se desabracó y enfiló rumbo empujado por la brisa del suroeste.
-¡Éste es un atorrante de los mares! -dijo uno de los de a bordo-. Vive un tiempo entre los indios y otro día cualquiera sale al paso del buque, lo hace detener como ahora, y embarca su cosecha de cueros de nutria y de lobo.
A través de tres días de navegación, la Micalvi fue regando su cargamento por diferentes rincones. En Lennox quedaron los auríferos y yo fui el último en desembarcar en Puerto Robalo, cuando el barco ya casi completaba la vuelta a la isla de Navarino.
Puerto Robalo está al pie de una cordillera que cae casi a pique en el mar, de manera que el vallecillo que corre junto a la costa parece un refugio de enanos en una tierra de cíclopes. El Beagle, próximo a desembocar en el Atlántico, forma allí una corriente curiosa debido a algún solevantamiento rocoso; las aguas se cruzan formando una rara trama y huyen formando remolinos vertiginosos en las álgidas horas de las mareas.
Allí me esperaba Harberton, un anciano alto, de rostro rugoso y oscuro como la corteza de los robles. Vestía un chaquetón de grueso paño negro reverdecido como los musgos por el tiempo; un sombrero igual, de anchas alas levantadas, le daba un aspecto de pastor protestante.
-¡Buenos días! -me dijo en un tono desabrido y en una forma como si hubiéramos estado siempre juntos.
Me condujo hasta la casa que quedaba junto a un robledal, construida con gruesos troncos de árboles partidos y techada con cinc. En ella encontré una joven mujer india y cuatro niños.
Mis labores consistieron en ayudar al cuidado de dos mil ovejas, en el encierro de algunas vacas, en la enyugada de una yunta de bueyes de vez en cuando, en el fondeo del trasmallo cuando había necesidad de abastecer la cocina con pescado y en algunos otros quehaceres.
El trabajo era muy fácil y me di cuenta de que mi persona casi estaba de más, porque Harberton lo hacía casi todo pausadamente.
Por otra parte, fui cambiando rápidamente de opinión con respecto al lugar. Me sobraban las horas, y los trabajos se hacían con el placer de un juego. Ordeñaba, hacheaba en el bosque, repechaba los senderos en busca del ganado, y en las mañanas en que recogía la red me deleitaba viendo saltar en el fondo de la chalana a los robalos relucientes, como docenas de brazos cortados.
Todo anduvo muy bien en aquel idílico rincón durante el primer tiempo…
Digo el primer tiempo, porque sólo al cabo de dos o tres semanas fui notando la extraña influencia que poco a poco me llevó hasta la desesperación.
Harberton no hablaba. Después de haberme dado las instrucciones, enseñado los caminos y dividido las faenas con el, permaneció en el más completo silencio.
Su mujer y los niños parecían estar acostumbrados a este mutismo; pero a mí hombre joven me fue dañando poco a poco la presencia de este hombre silencioso.
Se levantaba con el alba, ponía en su morral de lona algo de carne o pescado ahumado, pan y cebolla, y partía hacia la montaña, de donde regresaba con el anochecer.
En una ocasión en que se desencadenó una tempestad de nieve y no regresó en toda la noche al rancho, salí en la mañana siguiente a capearlo, creyendo que podría haberle sucedido algún percance. Lo encontré en una de las cumbres más altas, guarecido en una cueva natural hecha en la roca; fumaba su cachimba de tabaco “octoroom” y contemplaba, fijos los ojos en la lejanía, a la naturaleza circundante; el Beagle pasaba abajo, como un verde sendero florecido de espumas; era lo único era diferente, todo lo demás estaba completamente blanco. Los últimos contrafuertes andinos que terminan con la Tierra del Fuego se atravesaban como lunas partidas, y la isla de Navarino misma semejaba el comienzo de otro mundo blanco y ajeno.
La india tampoco hablaba; después de sus afanes domésticos permanecía en un rincón, en cuclillas, con un niño entre las faldas. El mayor de éstos andaba en los once años y era hijo de la primera mujer de india Harberton; los otros dos, de la segunda, y el cuarto, de la tercera. Las dos anteriores, también indias yaganas, habían muerto cumpliendo el sino que persigue a las mujeres de esa raza cuando son hembras de blanco.
Me refugié en los niños. Les hice un pizarrón y con una tierra parecida a la tiza les enseñé a escribir y leer. Los formaba a menudo frente a unos buscavientos que les fabriqué en forma de aviones, cuyan hélices engranadas producían un ruido semejante al de los motores y les hacía practicar ejercicios gimnásticos sencillos, trotes y juegos, hasta que poco a poco fui formando con ellos un pequeño grupo social, sano y alegre, que suavizaba un poco esa dura monotonía.
-¡Papá no habla nunca! -me dijo un día el mayorcito.
-¡Sí, habla -le respondí-, habla con los árboles, con las nubes y con las piedras!
El niño se echó a reír y yo no pude menos que hacer otro tanto, aunque de buena gana hubiera hecho lo contrario.
”¿Por qué este hombre era así?”, me preguntaba cada vez con más insistencia. No era curiosidad por saber lo que encerraba aquel individuo, que a lo mejor no era otra cosa que estupidez o cansancio de viejo; no era tampoco amor propio o susceptibilidad herida, sino que simplemente el anhelo de hablar con un ser racional. ¡Y el único que había allí era él, y él me negaba este precioso don!
Pero un día puse término a mis obsesiones con esta determinación: “¡Este hombre no está en sus cabales -me dije-; éste está loco de soledad, de silencio, quizás de qué, y si yo sigo aquí me voy a poner tan loco como él; así es que me voy con la primera cosa que parta!”
Mas a Puerto Robalo no arribaba ni una mala canoa de indios. Sólo la escampavía de la Armada de Chile recalaba por obligación cada tres o cuatro meses, ¡y en esta ocasión ya llevaba cinco sin pasar!
La suerte, que al dar a uno un bien da a otro un mal, quiso que una goleta averiada por un temporal pasara una tarde a capear en la ensenada de Puerto Robalo. Iba rumbo a Ushuaia y en la radioestación de Wulaia supo que la escampavía anunciaba su crucero por la isla para el lunes próximo, y ya nos encontrábamos a viernes.
Comunique a Harberton mi resolución de partir, y el domingo por la noche, bajo la luz de una lámpara de parafina, me presentó una correcta liquidación de mis haberes.
Aquella noche me despedí de los moradores y me acosté pensando en que felizmente al día siguiente abandonaría esa tierra de cordilleras destrozadas y hundidas en el mar, y sobre todo la presencia de ese hombre extraño, sumergido en su silencio como un témpano que sólo mostraba una séptima parte de su dimensión, y aun tan rugosa y pétrea como la naturaleza que lo circundaba.
La aurora azulaba las rendijas de las ventanas de mi cuarto cuando intenté levantarme; pero me hallé fuertemente amarrado a las maderas del catre. En lo profundo del sueño alguien había deslizado sigilosamente esos cordeles que me aprisionaban como un niño indígena a su cuna portátil.
Forcejeé cuanto pude, llamé y grité sin resultado alguno. Permanecí así, alternando momentos de cólera bestial con apaciguamientos resignados de derrota; pero mi desgracia llegó a su colmo cuando al promediar la mañana oí de pronto el estridente pitazo de la escampavía que anunciaba su recalada.
Al rato oí unas voces en la pieza vecina, pasos y rumores como de disputa y llantos. De pronto el grito de un niño se destacó entre la confusión de ruidos, y el muchacho mayor, Dino, se abalanzó en mi pieza con un cuchilllo en la mano. Se había dado cuenta de mi situación y venía a ayudarme, a pesar de los esfuerzos que hacía la madre por contenerlo.
-¡Las manos primero, Dino! -le grité al ver que en su apuro quería empezar por las filásticas que amarraban mis pies.
En un triste estuve libre. Le di un abrazo a mi salvador, recogí mis pocos bártulos y salí corriendo; al pasar pude ver de refilón la cara asustada de la mujer yagana.
Corrí como un loco por la pendiente hasta la playa, agitando los brazos para que el barco no me dejara. Por suerte, la chalupa recién estaba siendo arriada de los pescantes.
En mi apresuramiento no había observado que Harberton estaba en la playa esperándola.
Cuando me vio llegar se acercó y con un tono y una mirada que no olvidaré jamás, me dijo:
-¡No se vaya, quédese! ¡Yo voy a morir pronto, y los niños y ella, que son unos animalitos, no sabrán qué hacer! ¡Vendrá la rapiña, alguien se hará dueño de esto y los echarán de aquí!! ¡Excúseme lo que he hecho, pero no quería que se fuera! ¡Usted puede ser el dueño de todo esto y cuidar de ellos como lo ha hecho hasta ahora! ¡Yo no se lo quería decir, porque quería probarlo más! ¡Muchos años he buscado a un hombre como usted! ¡No se vaya, lo haré dueño de todo! ¡Búsquese una prima de mi mujer y quédese!
Su voz era destemplada y me daba la impresión de oírla por primera vez; quedó agotado de hablar; sus labios estaban temblorosos como en una plegaria, y la mirada…, ¡ah!…, ¡esa mirada de súplica no la podré olvidar jamás!
Empecé a vacilar, como tantas veces en mi vida. Le miré el rostro, rugoso como la cáscara de los robles; me acordé de su sórdido silencio; miré la piedra por donde repechaban unos árboles aparragados por el viento, como manos mendicantes; miré al barco, humeante; a la chalupa ballenera que ya llegaba a la playa, y, como todas las veces en que me he encontrado indeciso, me decidí por el lado en que en ese momento estaba mi corazón; esta vez, por ese lado esperaba el barco…
Al descender de regreso en el muelle fiscal de Punta Arenas, salió otra vez de las garitas aquel hombrecillo de guardapolvo gris, cuya proposición me empujó a tan extraño viaje.
Creí que me iba a hacer de nuevo la misma pregunta: ¿quiere ir usted a trabajar a Navarino?, al ver que se dirigía tan decididamente a mi encuentro; pero no; con su cara de conejo, riendo toda, me dijo:
-¿No aguanto más?
-¡No aguanté más! -le respondí.
-¡Lo mismo que los otros! -replicó-. ¡Ninguno dejó pasar más de una vez a la escampavía! -Y se alejó, riendo sin sentido.
”¡Sí -me dije mirándolo, no sé bien si con desprecio o con rabia-, lo mismo que los otros; pero ninguno como yo vio lo que el témpano ocultaba debajo de las aguas! ¡Nadie vislumbró la ternura de esa naturaleza sumergida! ¡Un día tal vez he de volver a Puerto Robalo! ¡Seré rico; el silencio del antiguo dueño lo transformaré en bullicio alegre; entonces me gustará hasta la joven viuda; con los niños, ya mozos, aparejaremos un cúter esbelto como un albatros y nos iremos por las islas arponeando lobos a la manera yagana!”
Pero no he vuelto todavía.