jeudi 22 juillet 2010

COLOANE 100

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Retrato de Francisco Coloane


2010 es el año del centenario del escritor Francisco Coloane, considerado como el escritor más grande de Chile del siglo XX, conocido en el mundo entero y traducido a más de una docena de lenguas.

Uno de las grandes aportes del escritor a la literatura contemporánea fue integrar las tierras australes y la historia de varios pueblos originarios americanos -como los Chonos, los Alakaluf, los Yaghan, Tehuelche y Ona- al patrimonio cultural de la humanidad.

Gran conocedor de las mentalidades y costumbres de los pueblos indígenas, Coloane será también uno de sus primeros y más ardientes defensores.

Coloane también frecuentó de cerca la población cosmopolita de las regiones Antárticas, en las que se mezclan marineros, cazadores de focas, buscadores de oro, contrabandistas, piratas, traficantes, trotamundos y aventureros sin dios ni ley.

Coloane nació en la isla de Chiloé, en el extremo meridional del país el 19 de junio de 1910. Periodista en Santiago, escribe cuentos en un estilo admirable por su fuerza expresiva y su sobriedad.

Los catorce cuentos de Cabo de Hornos (1941), restituyen en un clima alucinante, episodios dramáticos en los que la realidad se confunde con la leyenda. Su obra se prosigue por El último grumete de la Baquedano (1941). Un adolescente se embarca clandestinamente en una corbeta y parte en busca de su hermano, perdido en el mar.

Las historias del Golfo de Penas (1945), Los conquistadores de la Antártica (1945), Tierra del Fuego (1957), El camino de la ballena (1962) tienen siempre como marco los confines del mundo, aquel Gran Sur que fascina al novelista. Rastros del Guanaco blanco (1980) evoca el exterminio de los indios Selk'nam, expulsados de sus tierras, transformadas en tierras de pastoreo para ovejas.

Amigo y compañero de Pablo Neruda, con quien compartiera el ideal comunista, fue Coloane el encargado de la velada fúnebre del poeta y quien pronunció su elogio póstumo en Septiembre de 1973. 

Recordemos que la casa de Neruda - Premio Nóbel de literatura en 1971- había sido saqueada y sus libros quemados; sus funerales dieron lugar a la primera manifestación de protesta contra el terror dictatorial.
Los pasos del hombre (2000) retraza el trayecto accidentado y la profusión de encuentros y experiencias del viejo trotamundos. Este relato de vida aventurera, donde se inscriben memorias del exilio en Argentina y viajes por Europa y Asia, se termina sobre estas palabras: « a menudo sueño con mi padre y oigo sus últimas palabras: volvamos al mar. »

Su último libro a Naufragios: reflexiones ficciones (2002), mezcla la autobiografía y la evocación de diversas catástrofes marítimas de 1520 hasta nuestros días. Miembro de la Academia chilena de la Lengua, Francisco Coloane murió el 5 de agosto de 2002 en Santiago de Chile.

mercredi 21 juillet 2010

TEXTES LUS PAR FRANCISCO COLOANE

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Francisco Coloane, Témpano sumergido, del libro Tierra del Fuego.

lundi 19 juillet 2010

COLOANE 100


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FRANCISCO COLOANE 1953 
L'un des grands apports de l’écrivain à la littérature contemporaine a été d’intégrer les terres australes et l’histoire de certains peuples originaires américains tels que les Chonos, les Alakaluf, les Yaghan, les Tehuelche et les Ona au patrimoine culturel de l’humanité.

Grand connaisseur des mentalités et des mœurs des ces peuplades indiennes, Coloane sera aussi l’un de leurs premiers et plus ardents défenseurs.

Coloane a également fréquenté de près la population cosmopolite des régions antarctiques, où se mêlent marins, chasseurs de phoques, chercheurs d’or, contrebandiers, pirates, trafiquants, bourlingueurs et aventuriers sans foi ni loi.

Coloane est né sur l’île de Chiloé, dans l’extrême sud du pays le 19 juin 1910. Journaliste à Santiago, il écrit des nouvelles dans un style admirable de force expressive et de sobriété. Les quatorze récits de Cabo de Hornos, Cap Horn (1941) restituent, dans un climat hallucinant, des épisodes dramatiques où le réel se confond avec la légende. Son œuvre se poursuit par El último grumete de la Baquedano, Le dernier Mousse (1941). Un adolescent embarque clandestinement sur une Corvette et se lance à la recherche de son frère perdu en mer. Les histoires dans Golfo de Penas, Le Golfe des peines (1945), Los conquistadores de la Antártida, Antartida (1945), Tierra del Fuego, La Terre de Feu (1957), El camino de la ballena, Le sillage de la baleine (1962) ont toujours pour cadre les confins du monde, ce Grand Sud qui fascine le romancier. Rastros del Guanaco blanco, El Guanaco (1980) évoque l’extermination des indiens Selk’nam, chassés de leurs terres transformées en pâturage à moutons.

FANCISCO COLOANE LORS DE LA VEILLÉE
FUNÉRAIRE DU POÈTE PABLO NERUDA 
Ami et camarade de Pablo Neruda, dont il partagea l’idéal communiste, c’est Coloane qui s’occupa de la veillée funéraire du poète et qui prononça son éloge funèbre. Rappelons que la maison de Neruda avait été saccagée et ses livres brûlés ; ses funérailles avaient donné lieu à la première manifestation de protestation contre la terreur dictatoriale.

Los pasos del hombre, Le Passant du bout du monde (2000) retrace le parcours accidenté et la profusion de rencontres et expériences du vieux baroudeur. Ce récit de vie fantaisiste, où s’inscrivent des souvenirs d’exil en Argentine et des voyages en Europe et en Asie, s’achève sur ces mots : «Je rêve souvent de mon père et j’entends ses dernier mots : reprenons la mer.»

Son dernier livre Naufragios : reflexiones y ficciones, Naufrages (2002), mêle l’autobiographie à l’évocation des diverses catastrophes maritimes de 1520 à nos jours. Membre de l’Académie chilienne de la Langue, Francisco Coloane est mort le 5 août à Santiago du Chili.

TÉMPANO SUMERGIDO

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Francisco Coloane, Témpano sumergido, del libro Tierra del Fuego.

Un hombre de guardapolvo gris salió de la garita del muelle y acercándose me dijo:

-¿Quiere usted ir a trabajar a Navarino?

-¿Navarino?… -le respondí, tratando de recordar.

-¡Sí, Navarino! -me dijo-. La isla grande que queda al sur del canal Beagle. Allí se necesita una persona que pueda hacer de todo un poco.

La proposición me tomó en uno de esos días en que uno puede zarpar hacia cualquier parte y en un momento en que vagaba por los malecones como separado de mí mismo, cual esos retazos de nube que quedan flotando sobre la tierra después de alguna tempestad y que se van con el primer viento que llega.

Algo como una tempestad de la que quedaba aún en mi mente la imagen de una mujer y una gota de sombra en mi corazón, que se repartía de tarde en tarde por mi sangre.

Sin embargo, cuando firmé el contrato, no sentí la alegría de otras veces en que fijé mi vida en algo. Libre y cesante, tal vez perdía alguna cosa al abandonar ese limbo de la ociosidad y penetrar, no bien despierto, en esa obscura finalidad que me hizo aceptar el ofrecimiento de Navarino.

El muelle de Punta Arenas, tapizado de nieve, penetraba como una sombra blanca en el mar y en la noche. A su costado, la escampavía Micalvi, humeante sólo esperaba, para desabracar, el embarque de una expedición de buscadores de oro que iban a las islas Lennox y Picton. El chirrido de los winches lascando las eslingas se mezclaba a las voces de los hombres, entre los que se notaban varios borrachos que, más sabios que yo, pasaban de una vida a otra con una viada alcohólica.

Tres individuos dirigían el embarque de maquinarias y víveres, y sus flamantes ropas de cuero y el embarazo con que ordenaban las maniobras delataban su inexperiencia de hombres de ciudad, poco acostumbrados a esa clase de faenas. Sus voces eran altisonantes, nerviosas y apresuradas, y de la treintena de obreros se escapaban más de una imprecación por lo bajo, al ver la inseguridad y vacilación de aquellos jefes.

Los marineros contemplaban con cierta indiferencia el bullicioso embarque de los auríferos, y más de alguno sonreía al recordar otras expediciones que habían visto partir con tantas esperanzas como ésta, pero mucho mejor organizadas, y regresar después diezmadas, pobres y corroídas por el hambre, el amotinamiento y la codicia por la posesión de ese metal.

A las nueve, el barco lanzó su tercer pitazo de reglamento, largó espías y fue despegándose lentamente del muelle a medida que viraba sus anclas, y puso proa al suroeste. Pronto la ciudad fue perdiéndose como una diadema de brillantes en las márgenes del Estrecho.

A bordo iban, además de los bulliciosos auríferos que no terminaban nunca de arreglar sus enseres, pobladores de las islas y leñadores que la escampavía debía ir dejando por los más apartados y solitarios rincones.

Me acodé sobre la baranda en un rincón de la cubierta y me puse a silbar una melodía que a menudo trae a mi memoria recuerdos agradables, sensaciones, colores, cosas que son como las luces de bengala que se encendían en las noches de Navidad en mi lejana infancia.

El barco avanzaba como un monstruo plomizo, pesado, abriendo una herida blanca en el mar y un halo esfumado en la noche; el jadeo monocorde de sus máquinas acompasaba con mi canción, y así, unidos, parecía que nos íbamos hundiendo entre los obscuros elementos del sur.

Alrededor de la medianoche, el sueño empezó a rozarme con su ala de cuervo. A lo mejor no había hecho otra cosa que esperarlo sobre cubierta para evitar el estar despierto en el desagradable recinto de la tercera clase. No lo dejé pasar y me deslicé por el entrepuente.

La tercera clase es igual en todas partes, en la tierra como en el mar, y los seres que pertenecemos a ella también somos iguales. Todos formamos una especie de frontera de la humanidad; eso que es como la costra de la tierra, la que se queda afuera, sobresalida, recibiendo en la superficie el roce de la intemperie, el hálito de los astros, mientras la bola opaca rueda y rueda para sostenerse en la noche de los abismos.

La tercera clase de la Micalvi confirmaba la regla. Instalada en la parte superior de la bodega de proa, parecía una sala de cárcel con sus catres de fierro armados unos sobre otros; tal vez este parecido trajo a mi memoria la enseñanza que en una ocasión me proporcionó un preso: puse el jergón de paja sobre mi cuerpo a manera de frazada, en vez de usarlo de colchón, y me tendí a dormir.

Al día siguiente amanecimos por los canales que bajan hasta conectarse con el brazo noroeste del Beagle. La atmósfera era una de las más transparentes que he hallado en mi vida. Los cerros entre los que navegábamos semejaban manadas de monstruos marinos echados sobre las aguas, de dorsos blancos, alisado por el peine de los vientos. El canal se rompía en un trecho y por él entraba el océano Pacífico aún, con sus mares bobas, que pasaban meciendo a la nave de babor a estribor, para ir a reventarse entre los acantilados de la costa en un rosal de espumas.

Los buscadores de oro deambulaban por el castillo, más tranquilos y silenciosos. Algunos pobladores ricos, con sus mujeres e hijas, alternaban en el puente con los oficiales. En los pasillos, gente anónima y obscura; por entre ésta me deslicé cuando se me pasó el deslumbramiento de luz, y me fui a acomodar en la popa, cerca de un grupo de cuatro personas, entre las que se destacaba un hombre gigantesco, de cabeza grande y cuadrada, cuyos ojos y labios no se distinguían, perdidos entre una maraña de pelos. Según supe después, era uno de los más ricos ganaderos del Beagle, un yugoslavo que prefería la compañía de los obreros la de los oficiales.

El grupo permanecía en actitud de conversar, pero estático y en silencio. Después de un largo rato, el inmenso yugoslavo levantó un brazo con la pesantez de una grúa, y señalando las rocas que quedaban a la cuadra, dijo con una voz muy ronca:

-¡En esa piedra estuve una vez ocho días!

La voz era de trueno, pero el acento balbuciente y la pronunciación prolongaba las “s” y las convertía en “ch”, como la media lengua de un niño de pocos años. Todo lo cual daba una impresión, más que cómica, extraña.

-¡Casi me muero; comía veinte porotos crudos por día! -continuó-. ¡Por ahí adentro hay indios, pero ni uno solo se asomó!

Y no dijo más. El grupo no hizo un solo comentario, dejó de mirar las rocas y todos volvieron a su actitud hierática.

Contrastando con esta sobriedad, un hombre de mediana estatura, moreno y enjuto, vociferaba en el puente discutiendo con un oficial.

-¡Porco, madonna! -gritaba con una mezcla de italiano y español-. ¡A vosotros qué interesare, pasaje, cobra chipe! Io me arregla solo, Io no más soportare tuto lo que viniere! ¡Porco, madonna!

El oficial conservaba una calma imperturbable, mientras su interlocutor gesticulaba como si fuera a atacarlo. Éste era un conocido cazador de lobos, Pascualini, de origen napolitano, famoso en la región por sus correrías y sobre todo por haber raptado del presidio de Ushuaia a Radowisky, el anarquista que “mató” al coronel Falcón en Buenos Aires. Protestaba porque no accedían a desembarcarlo en el lugar por el que surcábamos.

Mas convenció al oficial y el barco disminuyó su andar; con las máquinas sobre marcha, Pascualini arrió su chalana de no más de cuatro metros de eslora, embarcó un saquillo con víveres, amarró uno de los remos en el banco del medio a modo de palo mayor, izó de vela una frazada amarrada a una verga hecha de un mango de escobillón, puso el otro remo de bayona, se sentó junto a él y con un “adío” estentóreo se desabracó y enfiló rumbo empujado por la brisa del suroeste.

-¡Éste es un atorrante de los mares! -dijo uno de los de a bordo-. Vive un tiempo entre los indios y otro día cualquiera sale al paso del buque, lo hace detener como ahora, y embarca su cosecha de cueros de nutria y de lobo.

A través de tres días de navegación, la Micalvi fue regando su cargamento por diferentes rincones. En Lennox quedaron los auríferos y yo fui el último en desembarcar en Puerto Robalo, cuando el barco ya casi completaba la vuelta a la isla de Navarino.

Puerto Robalo está al pie de una cordillera que cae casi a pique en el mar, de manera que el vallecillo que corre junto a la costa parece un refugio de enanos en una tierra de cíclopes. El Beagle, próximo a desembocar en el Atlántico, forma allí una corriente curiosa debido a algún solevantamiento rocoso; las aguas se cruzan formando una rara trama y huyen formando remolinos vertiginosos en las álgidas horas de las mareas.

Allí me esperaba Harberton, un anciano alto, de rostro rugoso y oscuro como la corteza de los robles. Vestía un chaquetón de grueso paño negro reverdecido como los musgos por el tiempo; un sombrero igual, de anchas alas levantadas, le daba un aspecto de pastor protestante.

-¡Buenos días! -me dijo en un tono desabrido y en una forma como si hubiéramos estado siempre juntos.

Me condujo hasta la casa que quedaba junto a un robledal, construida con gruesos troncos de árboles partidos y techada con cinc. En ella encontré una joven mujer india y cuatro niños.

Mis labores consistieron en ayudar al cuidado de dos mil ovejas, en el encierro de algunas vacas, en la enyugada de una yunta de bueyes de vez en cuando, en el fondeo del trasmallo cuando había necesidad de abastecer la cocina con pescado y en algunos otros quehaceres.

El trabajo era muy fácil y me di cuenta de que mi persona casi estaba de más, porque Harberton lo hacía casi todo pausadamente.

Por otra parte, fui cambiando rápidamente de opinión con respecto al lugar. Me sobraban las horas, y los trabajos se hacían con el placer de un juego. Ordeñaba, hacheaba en el bosque, repechaba los senderos en busca del ganado, y en las mañanas en que recogía la red me deleitaba viendo saltar en el fondo de la chalana a los robalos relucientes, como docenas de brazos cortados.

Todo anduvo muy bien en aquel idílico rincón durante el primer tiempo…

Digo el primer tiempo, porque sólo al cabo de dos o tres semanas fui notando la extraña influencia que poco a poco me llevó hasta la desesperación.

Harberton no hablaba. Después de haberme dado las instrucciones, enseñado los caminos y dividido las faenas con el, permaneció en el más completo silencio.

Su mujer y los niños parecían estar acostumbrados a este mutismo; pero a mí hombre joven me fue dañando poco a poco la presencia de este hombre silencioso.

Se levantaba con el alba, ponía en su morral de lona algo de carne o pescado ahumado, pan y cebolla, y partía hacia la montaña, de donde regresaba con el anochecer.

En una ocasión en que se desencadenó una tempestad de nieve y no regresó en toda la noche al rancho, salí en la mañana siguiente a capearlo, creyendo que podría haberle sucedido algún percance. Lo encontré en una de las cumbres más altas, guarecido en una cueva natural hecha en la roca; fumaba su cachimba de tabaco “octoroom” y contemplaba, fijos los ojos en la lejanía, a la naturaleza circundante; el Beagle pasaba abajo, como un verde sendero florecido de espumas; era lo único era diferente, todo lo demás estaba completamente blanco. Los últimos contrafuertes andinos que terminan con la Tierra del Fuego se atravesaban como lunas partidas, y la isla de Navarino misma semejaba el comienzo de otro mundo blanco y ajeno.

La india tampoco hablaba; después de sus afanes domésticos permanecía en un rincón, en cuclillas, con un niño entre las faldas. El mayor de éstos andaba en los once años y era hijo de la primera mujer de india Harberton; los otros dos, de la segunda, y el cuarto, de la tercera. Las dos anteriores, también indias yaganas, habían muerto cumpliendo el sino que persigue a las mujeres de esa raza cuando son hembras de blanco.

Me refugié en los niños. Les hice un pizarrón y con una tierra parecida a la tiza les enseñé a escribir y leer. Los formaba a menudo frente a unos buscavientos que les fabriqué en forma de aviones, cuyan hélices engranadas producían un ruido semejante al de los motores y les hacía practicar ejercicios gimnásticos sencillos, trotes y juegos, hasta que poco a poco fui formando con ellos un pequeño grupo social, sano y alegre, que suavizaba un poco esa dura monotonía.

-¡Papá no habla nunca! -me dijo un día el mayorcito.
-¡Sí, habla -le respondí-, habla con los árboles, con las nubes y con las piedras!

El niño se echó a reír y yo no pude menos que hacer otro tanto, aunque de buena gana hubiera hecho lo contrario.

”¿Por qué este hombre era así?”, me preguntaba cada vez con más insistencia. No era curiosidad por saber lo que encerraba aquel individuo, que a lo mejor no era otra cosa que estupidez o cansancio de viejo; no era tampoco amor propio o susceptibilidad herida, sino que simplemente el anhelo de hablar con un ser racional. ¡Y el único que había allí era él, y él me negaba este precioso don!

Pero un día puse término a mis obsesiones con esta determinación: “¡Este hombre no está en sus cabales -me dije-; éste está loco de soledad, de silencio, quizás de qué, y si yo sigo aquí me voy a poner tan loco como él; así es que me voy con la primera cosa que parta!”

Mas a Puerto Robalo no arribaba ni una mala canoa de indios. Sólo la escampavía de la Armada de Chile recalaba por obligación cada tres o cuatro meses, ¡y en esta ocasión ya llevaba cinco sin pasar!

La suerte, que al dar a uno un bien da a otro un mal, quiso que una goleta averiada por un temporal pasara una tarde a capear en la ensenada de Puerto Robalo. Iba rumbo a Ushuaia y en la radioestación de Wulaia supo que la escampavía anunciaba su crucero por la isla para el lunes próximo, y ya nos encontrábamos a viernes.

Comunique a Harberton mi resolución de partir, y el domingo por la noche, bajo la luz de una lámpara de parafina, me presentó una correcta liquidación de mis haberes.

Aquella noche me despedí de los moradores y me acosté pensando en que felizmente al día siguiente abandonaría esa tierra de cordilleras destrozadas y hundidas en el mar, y sobre todo la presencia de ese hombre extraño, sumergido en su silencio como un témpano que sólo mostraba una séptima parte de su dimensión, y aun tan rugosa y pétrea como la naturaleza que lo circundaba.

La aurora azulaba las rendijas de las ventanas de mi cuarto cuando intenté levantarme; pero me hallé fuertemente amarrado a las maderas del catre. En lo profundo del sueño alguien había deslizado sigilosamente esos cordeles que me aprisionaban como un niño indígena a su cuna portátil.

Forcejeé cuanto pude, llamé y grité sin resultado alguno. Permanecí así, alternando momentos de cólera bestial con apaciguamientos resignados de derrota; pero mi desgracia llegó a su colmo cuando al promediar la mañana oí de pronto el estridente pitazo de la escampavía que anunciaba su recalada.
Al rato oí unas voces en la pieza vecina, pasos y rumores como de disputa y llantos. De pronto el grito de un niño se destacó entre la confusión de ruidos, y el muchacho mayor, Dino, se abalanzó en mi pieza con un cuchilllo en la mano. Se había dado cuenta de mi situación y venía a ayudarme, a pesar de los esfuerzos que hacía la madre por contenerlo.

-¡Las manos primero, Dino! -le grité al ver que en su apuro quería empezar por las filásticas que amarraban mis pies.

En un triste estuve libre. Le di un abrazo a mi salvador, recogí mis pocos bártulos y salí corriendo; al pasar pude ver de refilón la cara asustada de la mujer yagana.

Corrí como un loco por la pendiente hasta la playa, agitando los brazos para que el barco no me dejara. Por suerte, la chalupa recién estaba siendo arriada de los pescantes.

En mi apresuramiento no había observado que Harberton estaba en la playa esperándola.

Cuando me vio llegar se acercó y con un tono y una mirada que no olvidaré jamás, me dijo:

-¡No se vaya, quédese! ¡Yo voy a morir pronto, y los niños y ella, que son unos animalitos, no sabrán qué hacer! ¡Vendrá la rapiña, alguien se hará dueño de esto y los echarán de aquí!! ¡Excúseme lo que he hecho, pero no quería que se fuera! ¡Usted puede ser el dueño de todo esto y cuidar de ellos como lo ha hecho hasta ahora! ¡Yo no se lo quería decir, porque quería probarlo más! ¡Muchos años he buscado a un hombre como usted! ¡No se vaya, lo haré dueño de todo! ¡Búsquese una prima de mi mujer y quédese!
Su voz era destemplada y me daba la impresión de oírla por primera vez; quedó agotado de hablar; sus labios estaban temblorosos como en una plegaria, y la mirada…, ¡ah!…, ¡esa mirada de súplica no la podré olvidar jamás!

Empecé a vacilar, como tantas veces en mi vida. Le miré el rostro, rugoso como la cáscara de los robles; me acordé de su sórdido silencio; miré la piedra por donde repechaban unos árboles aparragados por el viento, como manos mendicantes; miré al barco, humeante; a la chalupa ballenera que ya llegaba a la playa, y, como todas las veces en que me he encontrado indeciso, me decidí por el lado en que en ese momento estaba mi corazón; esta vez, por ese lado esperaba el barco…

Al descender de regreso en el muelle fiscal de Punta Arenas, salió otra vez de las garitas aquel hombrecillo de guardapolvo gris, cuya proposición me empujó a tan extraño viaje.

Creí que me iba a hacer de nuevo la misma pregunta: ¿quiere ir usted a trabajar a Navarino?, al ver que se dirigía tan decididamente a mi encuentro; pero no; con su cara de conejo, riendo toda, me dijo:

-¿No aguanto más?

-¡No aguanté más! -le respondí.

-¡Lo mismo que los otros! -replicó-. ¡Ninguno dejó pasar más de una vez a la escampavía! -Y se alejó, riendo sin sentido.

”¡Sí -me dije mirándolo, no sé bien si con desprecio o con rabia-, lo mismo que los otros; pero ninguno como yo vio lo que el témpano ocultaba debajo de las aguas! ¡Nadie vislumbró la ternura de esa naturaleza sumergida! ¡Un día tal vez he de volver a Puerto Robalo! ¡Seré rico; el silencio del antiguo dueño lo transformaré en bullicio alegre; entonces me gustará hasta la joven viuda; con los niños, ya mozos, aparejaremos un cúter esbelto como un albatros y nos iremos por las islas arponeando lobos a la manera yagana!”

Pero no he vuelto todavía.

FRANCISCO COLOANE : LE PASSANT DU BOUT DU MONDE

C'est depuis la plage La Mulata de Montivedeo en Uruguay qu'Olivier BARROT présente "Le passant du bout du monde" du chilien Francisco COLOANE, le récit de la vie d'un bourlingueur. Il lit un extrait de ce roman vécu et raconte brièvement la vie de cet aventurier, châtreur de moutons, journaliste engagé, grand ami de Pablo NERUDA.

FRANCISCO COLOANE : CAP HORN

Olivier BARROT présente le livre "Cap Horn" de l'écrivain latino-américain Francisco COLOANE : 14 histoires publiées en 1941 qui ont pour lieu la région du Cap Horn et le sud de l'Amérique latine, et qui mettent en scène des aventuriers endurcis et des navigateurs, qui vivent dans une solitude bousculée par l'apparition...

mardi 16 février 2010

À LA CHASSE DU NANDOU

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 RHEA DE DARWIN (ACTUELLEMENT RHEA PENNATA ) OU NANDOU DE DARWIN EST UNE ESPÈCE D'OISEAU D'AMÉRIQUE, VOISIN DE L'AUTRUCHE. IL COURT TRÈS VITE ET PEUT AINSI ATTEINDRE 60 KM/H. LES GRIFFES ACÉRÉES AU BOUT DE CHAQUE ORTEIL, SONT DES ARMES EFFICACES. 

__________________________[ Pour écouter, cliquer sur la flèche ]
 
« A LA CAZA DEL ÑANDÚ » EST UN THÈME INSTRUMENTAL COMPOSÉ PAR MANUEL MERIÑO ET INTERPRÉTÉ PAR LE GROUPE CHILIEN INTI-ILLIMANI EN HOMMAGE À FRANCISCO COLOANE. PARU DANS LE CD LUGARES COMUNES (2002).
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 Savoir plus 

mardi 12 janvier 2010

LES REMERCIEMENTS DE L'ÉCRIVAIN

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LE COLÉOPTÈRE ENDÉMIQUE DE LA CORDILLÈRE AUSTRALE,  DÉDIÉ À FRANCISCO COLOANE: CEROGLOSSUS DARWINI COLOANEI.  PHOTO ERIC JIROUX





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LETTRE DE REMERCIEMENTS DE L'ÉCRIVAIN FRANCISCO COLOANE. 

vendredi 8 janvier 2010

Entretiens Avec Francisco Coloane


Le prétexte en est un film de rencontres où le patriarche de Chiloé raconte, sans complaisance, mais avec une saine jubilation, les avatars de sa longue existence. 

Celui qui nous a tant ravis en nous faisant la chronique du Cap-Horn, des chasseurs de baleines et de phoques, des terribles colères de l'océan à Magellan ou au canal de Beagle, où Darwin, lors de son expédition, perça l'évolution des espèces, revient ici sur ses aventures de loup de mer, ses tribulations à travers les chenaux de ces terres déchiquetées et les blocs de glace dérivant de l'Antarctique, nous dévoilant alors l'envers du décor et de ce nomadisme en terre froide - injustement appelée Terre de Feu . 


Au demeurant plus Chilote que Fuégien, Coloane rappelle sa naissance sur la mer. La maison de ses parents était, en effet, bâtie sur pilotis au-dessus de la mer, si bien qu'à marée haute toute cette carcasse de bois clapotait comme un bateau. Les bonheurs d'écriture de cet immense conteur qui n'a eu qu'un modèle, Joseph Conrad et son Lord Jim, viennent d'abord du bonheur de son enfance, relayé plus tard par une jouissance à vivre et à aimer.


Cet enfant a toujours dormi en tenant dans sa main un pan de la chemise de sa mère, comme raccordé chaque nuit à sa génitrice ; plus tard, il s'accrochera de même au vêtement de sa fidèle Eliana, père et grand-père comblé, contemplant son existence comme une victoire sur la nature hostile, et toisant d'un regard narquois son grand âge et son triomphe contre l'adversité. Une fois de plus la leçon est profitable ; elle est faite de foi en l'homme, en sa capacité, par la seule force de sa raison et de sa volonté, à l'emporter sur les titanesques éléments.
© Notice établie par DECITRE, libraire
Livre : Entretiens Avec Francisco Coloane
Auteur : Francisco Coloane
Editeur : Terre De Brume
Collection : Caravelles
Langue : Français
Parution : 20/04/2004
Nombre de pages : 80
Dimensions : 24.00 x 14.00 x 0.70

mardi 5 janvier 2010

Ceroglossus darwini coloanei

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Ceroglossus darwini coloanei

L’entomologiste français Eric Jiroux, qui étudie depuis des années les coléoptères endémiques de la cordillère australe, a dédié une nouvelle sous-espèce à Francisco Coloane : Ceroglossus darwini coloanei. Un double hommage au naturaliste Charles Darwin et à l’écrivain Chilien, qui ont fréquenté et décrit -chacun à sa façon- les lieux extrêmes du Sud du monde.

Images Ceroglossus darwini coloanei


Ceroglossus darwini coloanei



Ceroglossus darwini coloanei




L’entomologiste français Eric Jiroux, qui étudie depuis des années les coléoptères endémiques de la cordillère australe, a dédié une nouvelle sous-espèce à Francisco Coloane : Ceroglossus darwini coloanei. Un double hommage au naturaliste Charles Darwin et à l’écrivain Chilien, qui ont fréquenté et décrit -chacun à sa façon- les lieux extrêmes du Sud du monde.

lundi 4 janvier 2010

Antartida

Avec ce septième titre paru en français (publié pour la première fois en 1945) on aura fait le tour de l'oeuvre de Coloane — en attendant que le vieux chasseur de Chiloé, qui fêtera ses 90 ans peu avant la fin du siècle, ne se décide enfin à publier la mythique Histoire des Naufrages sur laquelle il travaille depuis plusieurs années.
L'on retrouve ici le climat du Dernier mousse, soit un retour — un de plus — à cette part d'enfance qui continue de veiller en chacun de nous et qui demeure sans doute, quoi qu'en disent les gens sérieux, la meilleure vigie, la mieux alertée, de l'humaine aventure.
Alejandro et Manuel Silva, deux enfants du grand Sud chilien, affrètent un cotre — l'Agamaca — pour aller trafiquer par-delà le Cap Horn, dans les riches eaux de l'Antarctique. Ils prennent à leur bord un sergent de l'armée, en rupture de ban, et le dénommé Félix, un Indien Yaghan qui connaît le Sud comme son âme. Le voyage est des plus chaotiques, la digression maritime imposant sa manière au récit lui-même, tout en détours et changements de cap.
Il est d'abord question du naufrage dramatique d'un bateau allemand, puis d'une goélette de pirates voleurs de bétail, puis d'un ermite reclus en sa grotte après avoir mené grande vie et qui raconte à nos héros sa drôle d'existence, puis du mythe Yaghan — assez bouleversant, avouons-le — du manchot-fantôme dévoré par les siens… avant que le modeste esquif ne se décide enfin à pointer son beaupré droit au sud.
Baleines bleues, lions de mer, icebergs… l'Agamaca s'engage dans un chenal bordé de falaises de glaces qui se referment sur lui comme un piège. L'on songe ici à Edgar Poe, celui des Aventures d'Arthur Gordon Pym, à qui un discret hommage est rendu entre les lignes du récit. Car l'Aventure majuscule, dont le signe est inscrit au blason de chacune de nos vies minuscules, impose au voyageur de ce bas monde de jeter de temps à autre un regard vers l'issue du chemin — quitte à en devenir fou.
Comme toujours chez Coloane, le récit hésite, d'assez déboussolante façon, entre la naïveté adolescente et la franche cruauté : mais n'est-ce pas là façon de résumer l'essentiel de tout parcours humain — soit une fiction gouvernée à égalité par de trop grands rêves et par une réalité dont le contact est toujours blessure. Nul pessimisme au demeurant à ce constat, puisque cette violence en nous et hors de nous, au diapason d'un climat qui semble ne connaître d'autre registre que celui de l'excès, assumée et bientôt transmuée en un sentiment de douloureuse fraternité pour tous ceux qui en bavent, nous est presque un élixir : l'un de ces alcools forts dont nous avons besoin pour ne pas périr de froid, c'est-à-dire d'ennui.
Septième et dernier titre de l'oeuvre de Coloane, qui s'est imposé en quelques années comme « le Jack London du Grand Sud » (Alvaro Mutis). Aventures en Antarctique, placées sous le signe adolescent — et fatal — du Gordon Pym de Poe. Pour tous les enfants de 7 à 177 ans.

dimanche 3 janvier 2010

Naufrages, par Francisco COLOANE


Naufrages se veut un peu comme le testament de Coloane. Un testament de sa façon : qui fait parler haut l'aventure marine… et qui nous rappelle que l'aventure, justement, n'est jamais aussi belle que quand elle prend le risque de courir à l'abîme. « Après avoir passé près d'un siècle sur cette planète un écrivain ne peut plus décemment s'intéresser qu'à un seul thème : le départ — et même, disons-le bien crûment, le naufrage. »
La nef du capitaine Coloane vogue pourtant encore bon train, ainsi qu'on pourra s'en rendre compte à la suivre ici dans sa course. Le vieux marin, pour cette fois, évoque moins ses propres aventures que celles de tous ceux qui l'ont précédé ou accompagné en mer.
Encore enfant, c'est à la lecture d'un récit de naufrage qu'il découvre la beauté de ce qu'il appelle « le risque de vivre », et qu'il décide de ce que sera sa vie : il naviguera, et il écrira. Revenu de tout ou presque, il imagine ici ce que pourrait être « une anthologie des plus beaux naufrages »… ce qui pour lui revient à dresser « une sorte de catalogue d'événements extrêmes qui seraient comme la condensation même de l'existence ».
L'histoire marine du Grand Sud à elle seule lui fournit ample moisson de prodiges (le recueil classique de Vidal Gormaz a accompagné Coloane pendant toute sa vie, et il le cite d'abondance). C'est qu'il est peu de parages au monde où le risque de naviguer est si grand… et où l'homme se soit si constamment confronté au pire.
On l'aura compris, le personnage central de ces récits, c'est la Mer elle-même, dispensatrice de la vie et de la mort, inspiratrice de trop grands songes… et ordonnatrice distraite de ce que nous appelons le Destin. Elle avale et recrache, escamote des paquebots, jette un taureau vivant sur un rocher solitaire, livre les naufragés à la merci des Indiens sauvages (qui oublient parfois de les traiter avec cruauté)… On dit qu'on s'en remet à elle, mais a-t-on vraiment le choix ?
Mystère d'entre les mystères, elle est à l'image de cette entité obtuse que nous appelons Réalité… et qu'il nous arrive de diviniser pour ne pas avoir à admettre qu'elle n'est qu'une des figures de cet Absurde qui tout gouverne. Un homme qui sent la mort approcher convoque ainsi, une dernière fois, les fantômes de ceux qui, avant lui, s'affrontèrent à la plus grande aventure, à la plus grande énigme (Melville est du nombre).
Il dresse la carte d'un long rêve toujours prêt à virer au cauchemar, en interrogeant les Instructions Nautiques qui tout au long de sa vie furent sa bible et sa boussole — et règle au passage sa dette envers les livres qui ont accompagné sa route.
Comme toujours chez lui, tradition orale et littérature se bousculent d'une histoire à l'autre. Le charpentier du bord, ainsi qu'à son habitude, n'a pas trop pris la peine de raboter son récit. Il n'a jamais su faire un livre bien élevé, bien léché. Mais celui qui sait lire et écouter entend à travers la rumeur de ces pages une voix inoubliable : celle du dernier griot des mers du Sud… anxieux de sauver du naufrage un passé qui, demain, risque de terriblement nous manquer.

samedi 2 janvier 2010

Le Passant du bout du monde



Elles sont une quarantaine de soeurs surgies des grès tertiaires, qui se protègent de l'érosion océanique, des raz-de-marée et des éruptions volcaniques.

Un jour j'ai voulu revoir la maison où je suis né, au bord de la mer, mais elle avait été emportée par le temps et la dernier colère du Pacifique, lorsque la quasi-totalité de l'archipel de la mer intérieure de Chiloé s'était retrouvée un mètre au-dessous du niveau des eaux. Ce fut l'une des conséquences du tremblement de terre et du raz-de-marée de 1960.

Arrivé au seuil des quatre-vingt-dix ans, un homme qui veut se souvenir de son enfance doit prendre garde à ne pas trahir la réalité de ce qu'elle fut. J'ai vu des enfants de trois ans faire et dire des choses que je n'ai rencontrées que chez de grands artistes ou des poètes. Qui recueille ces oeuvres d'art? Personne, bien sûr, pas même la mémoire de ces enfants.

N'est-il pas grotesque qu'un vieil homme tente de se souvenir de l'enfant qu'il a été?

Essayons donc de descendre de ce rocher abrupt. Je suis né sur la côte orientale de la Grande Ile de Chiloé qui protège, de sa base granitique détachée de la cordillère côtière, les petites îles éparpillées entre le canal de Chacao et les bouches du Guafo.
La vie de cette région est rythmée par le flux et le reflux océaniques qui obéissent aux cornes de la lune — et peut-être à celles qui se cachent au delà des astres —, et par les pluies semées par la rose des vents.
Il pleut là-bas de mille manières : rafales mugissantes tombées d'un ciel noir, intarissables sanglots célestes transperçant le coeur des vivants qui entrent en communication avec leurs morts reposant dans des cimetières de coquillages, larmes d'animaux aquatiques ou mythologiques tapis au fond des eaux, violentes giclées pareilles à celles des holothuries enfouies sous le sable, ou coups de poings des tempêtes qui s'abattent du ciel. «Le Diable se chamaille avec sa femme», entend-on dans la pénombre des foyers paysans. «Ils compissent le ciel et la terre» réplique le dernier vieux rescapé du dernier naufrage.
Les grands alerces conservent dans leur sève la pulsation de trois millénaires de sanglots. Le mañiú acoustique les reproduit dans ses charpentes et les muermos en fleur dans la suprême intelligence du miel des abeilles.Parfois, le déluge se déchaîne pendant quarante jours et quarante nuits. On ne sait plus d'où viennent les pleurs. Ciel et terre se retrouvent mêlés aux poissons, aux oiseaux, aux créatures aquatiques, aux cuchivilus de la boue, aux traucos de la forêt, aux camahuetos des ravins, aux veuves volantes, aux millalobos, aux sorciers et démons hérissés d'oreilles et de queues.
Ainsi venons-nous au monde, nous les Chilotes, et ainsi mourons-nous, enfermés dans notre scaphandre cosmique, guidés par les lumières et les ombres du ciel et des abîmes. Un mauvais jour ou une nuit funeste, les grandes vagues d'un raz-de-marée s'engouffrent dans les gueules de l'océan et nous emportent pour nous laisser, tel un astronaute, perché sur les branches d'un coihué.
C'est ce qui arriva à un pêcheur d'huîtres d'Ancud lors du tremblement de terre de 1960. Retrouvé vivant, il reprit la mer. Il est difficile de pénétrer dans les cavernes de l'esprit d'un enfant chilote. Celui d'un vieil homme est plus facile à comprendre. Des enfants, poètes ignorés, on sait bien peu de choses; on les pousse à prendre telle voie plutôt que telle autre, si bien qu'ils choisissent rarement leur destin. Ils jouent avec le premier bout de bois qu'ils trouvent à la dérive, lui ajoutent un mât, un gouvernail et le remettent à l'eau, prêt à appareiller au moindre souffle de brise. Ainsi suis-je parti dans la vie.


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En sept chapitres — le premier, de loin le plus développé, consacré à l'enfance dans l'île sauvage de Chiloé —, sont évoqués quelques-uns des aspects majeurs d'une existence qui aura été surtout vécue à contre-courant de la loi commune.
C'est d'abord la vie d'un gamin inquiet, soumis à la férule d'une mère intraitable qui gouverne la maisonnée de main de maître, en l'absence du père, chasseur de baleines et capitaine de remorqueur rarement là, et qui meurt quand le petit Francisco a tout juste neuf ans en prononçant ces trois mots magiques : « Reprenons la mer. » Une vie placée très tôt sous le signe d'une âpreté qui ne se discute pas, qui gardera toujours la force des hautes évidences. Puis la fuite vers le Grand Sud, où l'adolescent partage plusieurs années durant l'existence, libre et plutôt brutale, des gardiens de troupeaux. Puis l'engagement politique aux côtés des socialistes révolutionnaires. Puis le départ en mer pour une carrière qui tourne court. Puis la bohème à Santiago, fraternellement partagée avec Pablo Neruda, l'ami de toujours, qui l'encourage à écrire (Le Dernier mousse et Cap Horn paraissent coup sur coup, en 1940 et 1941). Puis la grande expédition dans l'Antarctique : ce sera LE voyage de sa vie — qui alimentera nombre de ses livres, source documentaire et onirique jamais tarie. Puis d'autres voyages encore — en Inde, en Russie, en Mongolie, en Chine —, souvent pour rejoindre d'autres écrivains à la table d'un congrès dont il n'aura pas grand-chose à dire… car l'homme ne l'intéresse vraiment que dans sa confrontation avec les climats extrêmes. Puis l'exil intérieur avec la chute de l'ami Allende et la triste dictature des généraux. Enfin ces autres voyages qui accompagnent dans les tout derniers temps la découverte — tardive — de son oeuvre à travers le monde, et qui le conduisent tout spécialement en France (l'un de ses fils habite Gap), et en particulier à Saint-Malo, dernier port d'attache. Avant de reprendre la mer…
En relisant ces quelques lignes, on s'aperçoit qu'on a essayé de mettre en ordre un livre qui n'en demandait pas tant, un livre aussi rebelle que la tignasse de son auteur. Coloane, proustien sans s'en douter, se fatigue vite de la chronologie, fait silence sur ce qui l'ennuie (et risque d'ennuyer son lecteur), préfère se laisser guider par un souvenir repêché, une image entêtante, une odeur perdue et miraculeusement sauvée des eaux de l'oubli. C'est la musique du coeur, avec ses battements insistants, qui rythme le récit et l'organise — si l'on peut dire. Car toujours chez Coloane la logique du discours est tenue de céder le pas à l'émotion, maîtresse capricieuse mais ambassadrice des plus hautes surprises. Mais le plus étrange ici (pas si étrange, après tout, aux yeux de qui aura lu ses autres livres entre les lignes) est peut-être le climat intime qui baigne ces confessions tout ensemble violentes et pudiques. Rien de triomphant en effet dans ce récit, où le candidat à toutes les bourlingues, le fort en gueule, le vieux dessalé nous livre qu'une angoisse n'a jamais cessé de le tenir (dans tous les sens qu'on voudra bien donner à ce mot) : celle qui déjà, aux premières saisons de la vie, faisait ruer dans les brancards le gamin Panchito, bizarrement tourmenté par l'insatisfaction d'être là, et qui au fond jamais n'acceptera d'être arraché à la terre promise de l'enfance. Cette amertume que l'on n'attend pas, et qui fait virer sournoisement au sombre tous les grands récits de Coloane, est donc une fois de plus au rendez-vous. C'est elle qui donne à son oeuvre ce goût si âcre, et qu'on n'oublie pas. Le subtil distillateur sait de quoi il retourne : c'est à elle qu'on reconnaît les grands alcools, ceux qui tirent leur force même des injures du temps.
Coloane nous réservait une sacrée surprise : un ultime « roman » qui n'est rien de moins que le récit de sa vie, menée de bout en bout à contre-courant de toute prudence. Un appel à tous les vents du large — qui sortira en mai, quelques jours avant que le film Tierra del Fuego ne soit présenté à Cannes.